lunes, 15 de septiembre de 2008

Primera clase de primero

Las gotas santarroseñas empapan el vidrio que, probablemente, más veces vio en su vida. El 12 pasa por la esquina por vigésimo séptima vez en la tarde, y más atrás el 60 casi duplica ese número. Los chicos siguen escribiendo. La vida pasa casi como una constante repetición, a veces en cámara lenta. Los bancos como números que descifran la realidad; la flauta del afilador cuando el reloj del aula marca las 10.45; los colectivos que pasan cual figuritas repetidas; y la lluvia… la lluvia que marca el calendario. Los días de tormenta separan los meses del almanaque. Es que en Buenos Aires no llueve mucho. Pero la tormenta de Santa Rosa, tarde o temprano, llega. Y es ahí cuando los días monótonos tienen un matiz distinto.
De pronto, suena el timbre del almuerzo, que a miles llena de alegría. Pero Silvia sabe que hoy no tendrá recreo. La clase de lengua, de primer año, acaba de comenzar. Su voz es pausada, crea un ritmo cansino que dilata por momentos para después quebrar el silencio y reforzar una idea al subir el tono. Su cabeza parece funcionar como un reloj suizo. Deja de explicar algo para contar una anécdota: usa analogías, comparaciones, se va por las ramas, pero luego retoma la última palabra de la que venía hablando para continuar con la lección, como si no hubiera pasado ni un segundo. Su presencia impone respeto, pero a la vez confianza. Interactúa con los alumnos en un tono simpático, que no deja de ser amenazante. Como una cuerda que se puede tensar, pero que hay que tener cuidado si se rompe. La complicidad mutua es constante.
Pide un segundo para anotar algo en su agenda y el curso se dispersa rápidamente. Sin embargo, le basta con dos golpes al escritorio y un “que me va a dar el ataque en cualquier momento”, para que todos vuelvan a prestar atención. Es el momento de la lectura, y ya en otro tono comienza con el preludio de presentación. La obra es “El ángel y el payador”, de Manuel Mujica Láinez.
- ¿No les conté nunca que Manucho era maricón?, dice con el texto en la mano. Varios ríen, algo tímidos, sorprendidos por la declaración.
- Muy inteligente, súper simpático… pero como dicen ustedes, re puto, sentencia. Y ahora sí termina de estallar la carcajada de los chicos.
Silvia presenta al autor como un amigo, alguien cercano, lo naturaliza. Quizás porque ya haya leído la historia al menos un centenar de veces. Comienza a recitar el cuento de la antología fotocopiada y, a pesar de lo mentado, da la sensación de que nunca antes lo hubiera leído. La pasión desborda a cada palabra que sale de su boca. Y cuando hay alguna desconocida por el alumnado, se detiene a explicarla.
- Mandinga se le dice al diablo en el campo, dice sin abandonar el tono literario. Pero no sin preguntar antes si alguien lo sabe.
Todos escuchan atentamente, el clima de historia se instaló en el aula.
- Payador es un cantante popular, que con guitarra en mano improvisa sobre temas variados. Eso sí, nunca puede repetir, vuelve a aclarar.
Al pronunciar la última palabra del relato el silencio se apodera de la escena. Silvia busca la opinión del auditorio, y ante la primera risa infantil se descarga:
- Me caigo y me levanto Donato, ¿por qué me tengo que bancar toda su edad del pavo? Mire que en septiembre todos se ponen pesados, no se vaya a enamorar, delata al alumno que parece ser el bufón de la clase.
Después, cuando termina el análisis y parece que la clase llega a su epílogo, Silvia pide que saquen las carpetas.
- Las quejas al sindicato muchachos, dice ante el abucheo porque van a repasar el “verbo”.
Su discurso está teñido de lugares comunes de la realidad que probablemente los chicos, de entre 12 y 13 años, no comprenden. Quizás esté dejando una enseñanza que funciona como bomba de tiempo (algún día lo entenderán). Toma su portatiza, lo carga como un policía a su arma, y se acerca al pizarrón para combatir la ignorancia de modo pedagógico. Los acordes y las notas generadas por lápices, hojas y lapiceras en movimiento comienzan a reproducirse como música de fondo.
Conoce de memoria la lección y la narra como a otra historia. Un cuento que sabe a la perfección, y que sigue disfrutando. De pronto, pregunta a una alumna cuál es el cuarto accidente de un verbo. El silencio acusa la ignorancia. Pero el reto no estará disfrazado de grito ni penitencia. La ironía es el peor castigo.
- Sabe Gamboa, me arrepiento de haberle sacado el “1” que le había puesto. Porque usted nunca presta atención, sentencia. Nadie habla, y el silencio ya es ensordecedor. La culpa y el remordimiento trabajarán por su cuenta en la conciencia de Gamboa.
Luego de muchos indicativos, pretéritos y terceras personas del singular, la clase llega a su fin y Silvia se retira con su cartera y su maletín, colgando de cada brazo. A cuestas lleva el cansancio de un día más acabado. Se confiesa agotada, pero sigue combatiendo. Sabe que mañana será igual, y también pasado. Siempre alguien sabe menos y necesita aprender.
- Primer año es cada vez más difícil, un año peor que el otro. Pero los chicos tienen esa inocencia… que no se encuentra en ninguna parte, garantiza exhausta.

Los años enfrente de un pizarrón

Silvia es docente hace treinta y tres años. Antes de recibirse, ya había empezado a dar clases. A diferencia de la mayoría, no hizo el profesorado, sino que siguió la carrera de Letras en la Universidad Católica Argentina. “En verdad, yo estudié Letras porque no quería ser docente. Pero hoy me doy cuenta de que no podría haber hecho otra cosa. Lo mío es esto”. Explica que lo que más la atraía era la gramática. “La literatura me gusta para mí, no para enseñarla y mucho menos para evaluarla. Preparar una prueba de literatura me parece una tortura. Porque es arte, y eso no se puede calificar”.
Comenzó a estudiar en 1971, y mientras estaba en quinto año fue asistente no graduada de su profesora de Lengua, que nunca imaginó que años más tarde se iba a quedar con todas sus horas de clase. Cinco años después de iniciar la carrera, como una broma del destino, la fecha para dar el último examen y recibirse fue un 26 de marzo de 1976. Claro que aquel día no fue feriado, sino que el gobierno de María Estela Martínez de Perón fue depuesto por la última dictadura militar, encabezada por Videla, Massera y Agosti. La llamaron desde la Universidad para decirle que la fecha se posponía por tiempo indeterminado. Un mes después se convirtió en Licenciada.
Silvia empezó dando clases particulares en su casa, y en algunos institutos hacía suplencias. Cuenta que al principio era muy difícil, le costaba mucho preparar clases de literatura siendo joven. Hoy, en cambio, con mucha más experiencia y sin la necesidad de seguir armando previamente las clases, enseña en la misma universidad donde se graduó y en el Colegio Secundario Santo Tomás de Aquino. “Una vez un chico me preguntó `Profe, ¿usted viene estudiando en el subte?´ Y le dije: mire mi hijito, si tuviera que venir estudiando en el subte mejor aprendo manicura y trabajo en una peluquería”.
Los años la convirtieron en una experta, aunque jura que cuando viene alguna estudiante a ver cómo da clase, se queda espantada. “Yo hago las cosas como aprendí a hacerlas, los libros están para ayudarte un poco, nada más. A todo el que hace una carrera docente le enseñan materias pedagógicas, que tienen que ver con la didáctica. Pero eso uno lo termina intuyendo, capta la onda que hay en los alumnos. Por eso yo puedo darme cuenta, cuando entró al aula, si tengo que dar Castellano o Latín. O mezclarlos, y mostrarles que el latín no viene de un repollo, sino que está íntimamente relacionado”.
Se siente una privilegiada por el lugar en donde trabaja. “Acá no vivimos la realidad que vive el país. Los chicos son respetuosos, cariñosos, divinos. Son cosas que en otro lado no tenés. Jamás me faltaron el respeto. Entonces no vivís pensando en que te pueden pegar o lastimar. De todos modos, hay calañas de profesores, porque la que se deja quemar el pelo, perdón, es una boluda. Pero no debe ser fácil.”
Igual no fue siempre así. En su primer año en el Colegio Santo Tomás, tuvo que vivir algunas situaciones no muy deseadas. “Era todo un caos. Una malandrada terrible. Los chicos habían hecho renunciar a tres profesores; uno duró sólo una semana. Un día estoy escribiendo en el pizarrón y veo pasar un escupitajo por arriba de mi hombro. Me doy vuelta y pregunto:
- ¿Quién fue?
- Yo, dice uno.
- Lo limpia, contesté.
- No tengo pañuelo.
- Bueno, entonces va al baño, trae una toallita de papel, y seguimos.
- No hay papel en el baño, retrucó el alumno.
- Bueno, acá la cosa es muy sencilla, o me sale la madre de adentro y le doy un cachetazo porque no soporto la falta de respeto, o se lo come.
- ¿Cómo?, preguntó desconcertado.
- Lo que oyó. O lo fajo, o se lo come.
Ante tal rispidez, y viendo que la situación ya era muy crítica, otro compañero dijo.
- Yo te doy un carilina.
De ahí en adelante, santas pascuas. Los chicos pedían límites a gritos, me lo confesaban. Y eso me sirvió muchísimo, lograr la confianza en un alumno es sagrado. Entrar a un aula, preguntar quién no hizo la tarea, y que levanten la mano es lo más grande que te puede pasar. Ya está. Eso sí, no los engañes, porque si los traicionás, fuiste”.
Silvia está convencida de que no es la misma que diez años atrás. “A esta altura de mi vida no viajo más en subte. O me vienen a buscar o me tomo un taxi. Uno se va achanchando –dice entre risas– después de tanto tiempo. Con 56 años tengo otras cosas en la cabeza. Lo que me falta hacer en casa; mi mamá que está enferma; mis hijos cada vez más grandes; etcétera. Pero toda la vida trate de dejar los problemas en la vereda, porque el alumno no tiene porqué pagar los platos rotos”.
A pesar de todo, lo que mantiene su pasión intacta es el contacto con los aprendices. “Me fascina la relación con los chicos. Por ejemplo, me encanta darles latín, disfruto introducirlos en ese mundo de lo clásico”. Eso sí, Silvia no podría darle clases a chicos de ocho o nueve años: “No soy maestra, soy profesora”, alega con una sonrisa un tanto irónica.
Y en su tiempo libre, también tiene hobbies. “Me encanta el folklore, me lo enseñaron desde chiquita como una materia más. Siempre me gustó y participé en los actos escolares. Y después tomé clases, donde conocí a mi marido. Ahora todos los fines de semana despunto el vicio bailando en alguna peña con él, que es profesor de danzas folklóricas. Pero no me gusta para escucharlo… para eso los tengo a Sabina y a Serrat”.

Un genio, un profesor

A lo largo de sus estudios Silvia tuvo grandes profesores, pero asegura que “hoy no es lo mismo”. Sin embargo, uno de ellos marcó la diferencia con el resto y le dejó impresa una huella. Se trata de Jorge Luis Borges, quien le enseñó Literatura inglesa y norteamericana en tercero de la Universidad.
“Yo sólo tenía 20 años, y él 74. Ya estaba ciego, pero más lúcido que nunca. Era una persona sumamente humilde, parecía que nos pedía permiso para hablar. No sé si enseñaba bien, pero era un placer escucharlo recitar en anglosajón, era un grande de verdad”, dice Silvia como si mientras hablara lo viera delante suyo, en el aula del viejo edificio de Córdoba y Callao.
Pero Borges no sólo se destacaba por sus aptitudes como docente. Su personalidad excedía bástamente lo que generaba con su enseñanza. “A él le encantaba hacer escándalo con la prensa, lo disfrutaba mucho. Pero no porque lo hiciera en serio, sino porque se divertía con ellos. Tenía ese humor inglés que había heredado de sus padres, capaz de decir la barbaridad más grande en el lugar menos adecuado, sin siquiera inmutarse. Decía que era ateo porque le molestaban los sepulcros blanqueados”.
La ceguera lo obligaba a precisar de un acompañante para ir a la facultad. “Lo traía un señor que siempre estaba resfriado, y le decíamos peluquero porque tenía una melena enorme. Y cuando Borges venía solo, los taxistas lo dejaban mal a propósito porque no lo querían, siempre fue resistido por mucha gente porque no era un tipo popular. Entonces, como no veía se metía en la puerta de al lado, y nosotros (los alumnos) teníamos que sacarlo de la casa y traerlo al aula”.
Silvia cuenta que, a pesar de todo lo que significaba tener a Borges en el cuerpo docente, en la Universidad Católica lo trataron mal. “Sus pares no lo apreciaron... siempre está lleno de colegas estúpidos. Se creían mucho y no eran nada. Así que no le dieron una buena acogida, no lo apreciaron, y por eso en sus autobiografías y las pocas veces que hablaba de sí mismo, contaba que había dictado clases en la Universidad de Buenos Aires –siempre se ufanó de su veta docente–, pero nunca mencionó a la Católica, para no darle prestigio. Me duele que, habiendo sido mi profesor, no lo haya dicho nunca”.
De todos modos, Silvia tuvo que sufrir más de la cuenta para pasar la materia. “Por su ceguera, tomaba los finales en la oficina del decano. Era más cómodo porque estaba en planta baja y, en cambio, nuestra clase estaba en el tercer piso. La consigna era preparar una obra a elección, que no hayamos trabajado durante el año. Lógico, por lo que significaba el profesor, quería hacerlo de la mejor manera, pero no sólo para dejar una buena imagen, sino porque yo me habría sentido defraudada si ante tal genio hubiese hecho un examen mediocre. Para ese día había preparado Daisy Miller, de Henry James. Una nouvelle que había estudiado a la perfección. La sabía de la primera a la última letra. Me senté enfrente de él, le dije qué obra había elegido, y me contestó:
- Sabe una cosa alumna, odio a Henry James.
Me quedé helada, fue el momento más difícil de toda mi carrera. Se me pasaron mil cosas por la cabeza. La miraba a la ayudante, como esperando un consejo, una respuesta, algo. Pero nada, estaba leyendo una revista, como si fuera el recreo. Entonces, ya sin alternativa, tomé coraje y le contesté:
- Sabe una cosa Doctor, a mí me encanta.
- Bueno, adelante entonces. Me dijo, y yo volví a respirar.
Créase o no, me saqué un 9, pero me pegué un cagazo...”.

Un día más

Seis y cinco de la mañana. El despertador suena. Nunca le gustaron las horas redondas, por eso estira cinco minutos más su descanso. Silvia empieza a dibujar en su cabeza la rutina de un día más que la espera. Sale de la cama sin molestar el sueño de su marido –a esa hora sería causal de divorcio– y se despierta con la ducha. Dos tostadas, queso crema y un café bien negro la desayunan. En la mesa del estudio la esperan los exámenes que va a corregir mientras el resto de la casa amanece. Su gallo canta más temprano.
Después de algunos ocho, varios siete y muchos más “rehacer”, sale en el auto hacia el colegio. Su esposo oficia de chofer por la Avenida Belgrano, baja por Entre Ríos, continúa por Callao y llega hasta Perón 1862. Fin del trayecto para Silvia que, envuelta en su remera negra a círculos dorados, con una chalina acorde y un pantalón crema, entra al palacio de los conocimientos para ceder su sabiduría en la formación de muchos pequeños que, recién dentro de unos años, entenderán el grandioso aporte que les fue dado.
Su edad es un misterio a voces. No tiene problema en decirla, pero nadie se la pregunta, por supuesto. Su mirada es envolvente y polifuncional. Puede emocionarte, alegrarte o matarte del miedo. Pero siempre esta enjugada, no con lágrimas, sino de un modo fresco. Las manos, perfectas. Por eso usa el portatiza, nada de mancharse de blanco y tener que andar lavándolas todo el tiempo. Su pelo castaño, corto y lacio siempre está prolijo; sea en verano, invierno o en Miami durante un huracán. Es lo suficientemente alta como para enfrentar a chicos menores de quince, pero no mucho más. Y su rasgo más característico, sin lugar a dudas, es la nariz.
Nunca nadie se atreverá a interpelarla sobre el tema. Pero la nariz de Silvia es especial. Recta como una regla –no ortográfica, sino las que se usan en geometría–, baja desde el medio de los ojos con uniformidad hasta llegar a la punta. Allí, como si se tratara de un tobogán, sube casi en 45 grados para volver a caer sellando una forma única. Es difícil de describir con palabras, pero basta con verla una vez para no olvidarla nunca más.
En la puerta la recibe Marta, una de las encargadas, con un diálogo que se repite tanto como el estribillo de una canción de Panam. Casi ni se miran, el movimiento es tan rutinario que al saludarse no chocan sus rostros, ni se pisan al hablar. Cada una respeta su guión, su silencio, y siguen con su día. No es que se lleven mal, al contrario, Marta es una de sus mejores amigas. Le consigue promociones de perfumes, y cuando su hija viaja le pide que le traiga algún regalito. Pero después de tantos años es imposible innovar en algo tan rudimental como un saludo.
El colegio dista de ser un edificio faraónico, pero tampoco es para liliputienses. Tiene cuatro pisos y un subsuelo, donde está el bar atendido por Mabel, una señora misteriosa que cada generación de alumnos que pasa no puede descifrar. En planta baja hay un patio grande, donde los chicos se forman en hileras cada mañana mientras escuchan una versión vieja y mal grabada de "Aurora". La bandera argentina es izada por la chica de mejor promedio.
El primer piso es más bien un entre piso. Allí funciona la secretaría, y están los despachos del Rector y el Vicerrector, además de la cocina y la sala de reuniones. En el segundo, tercero y cuarto piso están las aulas. Los chicos arrancan en el último nivel, y a medida que crecen y pasan de año van bajando, como si el premio fuera subir menos escaleras. Claro, el ascensor es un privilegio que sólo docentes y autoridades pueden detentar.
La sala de profesores es un lugar que Silvia prefiere evitar. “Puedo entender la estupidez en un chico, pero en un tipo de cuarenta años que tiene como misión enseñar, no”, se enfurece cuando explica las razones. Prefiere la sala de reuniones, que se llama así sólo porque le pusieron ese nombre, ya que nunca la usa nadie. La mesa larga y todas las sillas siempre están vacías. Por eso Silvia la elige como escape para fumar dos Jockey Suaves, tomarse un café que pasa de negro a oscuro en dos vasitos de plástico –para no quemarse los dedos– y disfrutar del silencio que pocos rincones del colegio pueden otorgar. Allí, por algunos minutos, Silvia es más que feliz.
Las horas la irán llevando por distintos pisos, aulas, materias (lengua o latín) y sensaciones. El frío de la mañana, el hambre del mediodía y el calor de la tarde, entre otras. Los gritos y corridas en el recreo, los silencios absolutos durante clase, y la efervescencia a punto de estallar en los chicos, cuando el final del día se acerca. Ni hablar los viernes, cuando el colegio se convierte en un pueblo abandonado apenas llega el mediodía. Silvia lo percibe, pero ya no lo disfruta tanto. Más allá de complacerse con la inocencia infantil, la “chiquitez” y la irresponsabilidad responsable de los chicos de 12 años; a todas esas cosas, ahora sólo las considera sus compañeros de trabajo.

La amistad, las teachers y la húngara

“Si uno tiene un amigo, ya toca el cielo con las manos”, así define Silvia a la amistad. Asegura que la docencia es un oficio en el que se pueden hacer buenas migas con muchas personas, pero verdaderos amigos, es muy difícil de conseguir. En el Colegio Santo Tomás comparte su trabajo con una verdadera amiga, Alejandra Bolo, mejor conocida como “La Bolo”, apodo impuesto por los alumnos y que Silvia ya incorporó.
“La Bolo fue compañera mía de la facultad, yo terminé un par de meses antes porque ella tuvo un sourmenage, pero casi que nos recibimos juntas. Después de algunos años perdidas, nos reencontramos en el Santoto en 1991 y seguimos trabajando juntas acá y en la Universidad. Siempre la aprecié mucho, y lo sigo haciendo. Nos entendemos muy bien. Ella es profesora de latín igual que yo, así que trabajamos codo a codo. De hecho, cuando comencé como docente titular en la Facultad, puse la condición de tener a Alejandra conmigo, sino no agarraba. Y me dieron el gusto”.
No hay muchas más amistades fuertes en el historial de Silvia. Quizás alguna vieja profesora que le enseñó gajes del oficio y con la que compartió cursos, charlas y mañanas de desayuno; o la nueva de literatura, que con sólo 25 años se acogió bajo su ala en busca de experiencia y seguridad; o la de matemática, que aunque enseñe una materia tan antagónica –acaso hay algo más contradictorio que matemática y lengua en un colegio– sabe compartir buenos momentos. Pero nada más.
Sin embargo, reconoce que es más fácil encontrar gente mala que buena, como sucede en todos los ámbitos. “No voy a la sala de profesores. Algunas cosas me sacan. Por ejemplo, las docentes de inglés, reconocidas en el ambiente como las teachers, suelen tener mala onda. Son terribles. Se creen diferentes, especiales. Hacen rancho aparte, como se decía antes, y en algunas ocasiones, hasta se ponen a hablar en inglés para que el resto no las entienda (ni que el inglés fuera tan difícil como el mandarín). Igual hay de todo: hoy a la mañana vi en la tele que una profesora hizo un streaptease delante de los alumnos y sus padres, en Hungría. ¡Tamos todos locos!”, exclama mitad intrigada y mitad indignada.
Con tanta confusión y gracias a sus años de experiencia, Silvia atina a encontrarle una respuesta a estos sucesos. “Hacen falta normas de urbanidad básicas, el tema está en que los docentes son absolutamente permisivos y quieren que los chicos entren en confianza. Y en ese intento se pierde la distancia con el respeto. Más allá de la confianza, hay una línea que no se debe pasar. Siempre tuve mucho cuidado con eso. Imaginate que yo le puedo decir a un alumno “boludo”, y no se lo va a tomar mal ni lo va a afectar. Pero año a año, la falta de buenos maestros y de buenos padres generaron una caída en cuanto a esas normas básicas de urbanidad de las que hablaba. Yo no puedo creer que un alumno se saque los zapatos en medio de una clase, como si estuviera en su casa”, se exaspera.

El qué dirán

“Es re buena, enseña bien. O sea, no explica seria, sino que cuando nos da clases está alegre, y eso nos llega, nos entra. Además, se enoja muy poco. Por ejemplo, el otro día una chica escribió un insulto a un profesor en un banco. Ella lo vio y pensamos que nos iba a retar. Pero no, nada que ver. Nos habló sobre el tema y dijo que no lo teníamos que hacer, pero no por cualquier razón, sino porque era una falta de educación y de respeto, y que para esa profesora, si lo viera, sería una decepción. Después, con los chicos de la clase dijimos qué suerte que lo vio ella y no otra, porque sino se habría armado un lío bárbaro”.
Las palabras son de Lucas, alumno de segundo año del Santo Tomás, que argumenta su opinión mientras hace en la preceptoría la tarea que debió llevar realizada para ese día. Por supuesto, su relato refiere a Silvia. Y en sus comentarios se refleja la opinión de la mayoría del alumnado. Parece que son pocos los que tienen algo negativo que decir sobre ella. Sin embargo, los hay.
Ivo es preceptor, pero conoció a Silvia hace diez años en su rol de profesora. La aprecia mucho, pero deja descubierta una arista hasta aquí no revelada. “Es una de las profesoras que le dan alma al colegio. Tiene un humor irónico muy particular. Acá, uno puede diferenciar entre la gente que se aprovecha de que está hace muchos años y no la pueden echar por la indemnización, entonces hacen la plancha. En el lenguaje interno se los llama los tumores del colegio. Y después están los que realmente trabajan. Silvia está en ese grupo, tiene muchísimos años de antigüedad y realmente se nota que lo hace de corazón”, dice por un lado. Pero después agrega, sin querer hacerse cargo del todo: “Hay gente que dice que es muy frontal, pero otros aseguran que a veces habla por atrás. O que tiene algunos maltratos con el plantel femenino de la institución. Yo creo que es una cuestión de piel. Ella trabaja mejor con los varones”.
Josefina, otra preceptora, fue testigo de algunos hechos que muestran que Silvia también puede estar de mal humor, y recibió en carne propia más de un escarmiento. “Es muy exigente, tanto con los chicos como con nosotros, los preceptores. A veces, por cosas que yo considero que son tarea de los alumnos –como el orden o la disciplina–, me ha retado de la peor manera, y encima delante de todo el curso, como si fuera un chico más, sacándome toda la autoridad. Por ejemplo me dice: ‘Josefina, el aula está sucia, hay chicos gritando afuera, no puede ser’. En síntesis, me mata. Y eso los alumnos lo perciben. Muchas veces me preguntan por qué Silvia me odia, y yo no sé qué decirles.”
Mientras descarga un poco de bronca, pero siempre aclarando que no tiene nada en contra de ella, Josefina jura que “a esta altura, ya me entra por un oído y me sale por el otro. Me acostumbré de tantas veces que pasó. No creo que sea algo personal, sino que ella se lleva mejor con los hombres que con las mujeres. De hecho, a mis compañeros los trata muy bien”.
Silvia no es perfecta. Ni amada por todos. Pero se ha sabido ganar el respeto de la mayor parte del Colegio a lo largo de sus años frente a los pizarrones. Avanza por los pasillos con la conciencia tranquila, la espalda erguida, la frente en alto, y la convicción de llevar a cabo sus responsabilidades como debe ser.

Todo concluye al fin

El final de la vida, por supuesto, es la muerte. Un camino que se anda hasta que uno deja de andar (en todas las acepciones que pueda aceptar el término). Muchas veces se escucha que existe gente muerta en vida, pero no es más que una expresión. Ahora bien, cuál puede ser el final provisorio, no definitivo, interno, o previo al de una vida, sino el cierre de una carrera profesional. Trabajo y vida van de la mano por muchas razones.
El trabajo (que dignifica, según reza la frase hecha) ocupa un lugar importante en la vida de cada persona. Al fin y al cabo, una vez superada la etapa de formación, todo ser humano tiende a pasar el resto de su vida sobreviviendo, es decir, trabajando para conseguir el dinero suficiente para solventar económicamente sus necesidades naturales básicas.
Pero esta relación ambivalente no es para Silvia una cuestión tan animal. “Yo voy a seguir trabajando hasta los 60, cuando me jubile”, asegura, y por su cabeza ya rondan las imágenes, sonidos y todo tipo de sensaciones que experimentará el día que pueda levantarse a la hora que quiera, comer a la hora que quiera, acostarse a la hora que quiera, y volver a levantarse a la hora que quiera.
La pregunta es inevitable. ¿Qué pasa cuando uno ya no es lo que soñó ser de chico, intentó ser de adolescente y, si tuvo suerte, pudo ser de adulto? El temple de Silvia parece inquebrantable. Ni se mosquea... Pero algo en su interior se transforma, se lo puede notar en los ojos. Sin embargo vuelve a contestar como gambeteando la verdadera intención de la pregunta. Elude los interrogantes con la facilidad que uno esquivaría jugadores de metegol. “Mi marido siempre dice: ‘uno es imprescindible mientras está’. Yo estaré cuatro o cinco años más trabajando, y después no estaré más. Y, misteriosamente, ya no seré imprescindible”, responde Silvia, que ya no es la misma que hablaba de su pasado ni de su presente. Es otra. Diferente.
A pesar de que ama su profesión, y que la disfrutó en cada momento, a tan poco del final Silvia no lo duda, se quiere jubilar. Entre sus deseos están relajarse definitivamente, conocer otros lugares, dedicarle más tiempo a sus cosas y, por supuesto, descansar. Sí, descansar.
“Seguro que voy a extrañar un montón de cosas. Los profesores, los alumnos, la excelente relación que tengo con los chicos. La docencia es un juego de constante ida y vuelta, no sólo doy sino que también recibo. Y si uno no es capaz de captarlo, no sirve de nada. Pero estoy agotada, uno a esta edad ya está muy cansado. Y se merece también disfrutar de la vida, viajar, cualquier cosa que no esté emparentada con el trabajo. Ojalá pueda disfrutar mi jubilación”, anhela una Silvia reflexiva.
Por cómo fue su carrera a lo largo de tantos años en el Colegio y en la Universidad, imagina que no tendrá mayores inconvenientes cuando llegue el momento de colgar los portatizas. Pero, por si acaso, prefiere evitar cualquier problema posible. “De la UCA me quiero ir antes de que me echen. Se están portando mal con mucha gente. Yo puedo tener un buen sueldo, pero toda la institución está muy deshumanizada. Soy feliz dando clases, pero el resto es un desastre, ya no es lo mismo”, dice con un tono que denota desencanto.
Hay muchos deportistas retirados que se niegan a ser llamados ex. Sergio Victor Palma, boxeador, poeta y escritor, asegura que uno es lo que hace toda la vida, hasta su muerte. Y se enoja cuando lo llaman ex, ya que él mismo se considera un boxeador que no tiene el estado físico necesario para seguir peleando.
El oficio es una marca que no se lleva en la piel. Es algo más profundo, va por adentro y no se abandona nunca. Y aunque Silvia lo niegue, lejos de los pizarrones, los alumnos, las aulas y los timbres, seguirá siendo siempre una docente decente.
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